Hay personas que te transforman desde el interior, cuya existencia hace que los días transcurran a una velocidad completamente diferente. Para mí, Xul es una de esas personas.
Es complejo explicar lo mucho que alguien significa para ti, cuando el otro no ha sentido que la vida vale la pena simplemente porque esa persona te ha tomado de la mano y ha transformado la atmósfera tal sólo con mirarte a los ojos. Y la ha transformado sólo para ti.
Tenía la mirada perdida cuando lo encontraron, parecía haber
olvidado para siempre su capacidad comunicativa. Felipe lo miró con cierta
lástima desde el otro lado del vidrio mientras terminaba de llenar la
constancia de que era su familiar y demás trámite burocrático.
–Oiga como que el joven está cucú ¿no? –preguntó
estúpidamente uno de los oficiales a cargo de su cuidado las últimas cuatro
horas mientras le daba una mordida a la torta de chorizo que le había pintado
de rojo la comisura del labio derecho.
Felipe hizo apenas un movimiento de cabeza seguido de un
gemido ininteligible para que el hombre no le hablara más.
Mientras el joven, al otro lado de la habitación se
remonataba a su infancia, pero sobre todo pensaba en su madre, en las grandes
mejillas rojas.
Felipe terminó de leer en informe que le comunicaba que su
primo había sido encontrado desnudo en un callejón cerca de la plaza de la
capital, no sabía su nombre y apenas respondía con la mirada a quien le
hablaba. Pero ¿qué le podía haber pasado en ese viajeí? Sólo Dios sabrá...se decía.
A veces parece impensable que una madre pueda hacer las del
diablo.
Hacía mucho tiempo que no terminaba un cuento. Para mí, la escritura se ha vuelto un ejercicio cada vez más exigente. Recuerdo que en mis años preparatorianos podía redactar uno por semana, y por supuesto ahora los releo y no puedo evitar sentir el rubor de la vergüenza, acompañada de ternura en muchos casos. Aún no tengo una versión definitiva ni título para este último texto, pero siento que el principio lo conservaré:
Del elefante al lado de la cama se hizo la luz. Saqué de mi bolso el libro en el que hace un par de semanas había sido derramada media botella de cerveza, otra noche, lejos de esta ciudad, bajo un cielo salpicado de estrellas. Se llama El libro de Monelle, te dije; recomendación de un amigo que, en sus palabras, era una “inusual compilación de historias de Lolitas”.
Te leí un fragmento: «los besos infieles que dan las mujeres que aman quedan marcados en sus mejillas con huellas de sangre…» y cada tanto volvía el rostro hacia ti, mirándote mirar la profundidad del vacío, como si tus ojos calcularan la densidad de la noche, igual que una fotografía, y la luz tenía una forma propia de acostumbrarse a tu rostro.
El cuerpo recuerda. No sé cómo funciona, pero sucede
siempre. Hace un año mi cuerpo me indicaba que algo iba mal; mis dientes
comenzaron a generar presión unos contra otros en una lucha entre los
superiores contra los inferiores que terminaba en empate y cuya derrota se
manifestaba en el dolor mandibular que me asediaba al despertar, mientras me
lavaba el cabello, y rumbo a casa. Hoy, hace exactamente un año de esa época,
la lucha ha regresado, pero espero que la batalle termine pronto y no haya
daños colaterales, como una despistada lengua mordida, por ejemplo.
"El chico se hará mayor, y
con el tiempo habrá otras canciones –no muchas, quizá diez o veinte en toda su
vida– que sobresalgan por encima del resto de la música que conozca. Se dará
cuenta, al hacerse todavía más mayor, mientras cruce la frontera canadiense y
se dirija hacia Seattle, de que estas canciones no son sólo santas o sagradas,
sino que son canciones de ocultamiento –lo que los aztecas llaman canciones
carroña–, que tratan exclusivamente sobre la oscuridad, la ofuscación, el
encubrimiento y el secreto. Se dará cuenta de que, para él, el propósito de
esas canciones ha sido apagar el sol, crear una larga sombra y protegerlo del
corrosivo brillo del mundo."
He terminado por acostumbrarme a las renuncias, más por
imposición que por convicción. Sin embargo, algunas ocasiones, escasas, en que el
humo de la noche me impide el sueño, recuerdo. Los recuerdo a todos ellos, con
sus ojos coloridos ante la promesa de lo que iba a ser el futuro. Recuerdo mis
propios ojos. Y olvido que hubo una época en la que todos juntos pensamos que
el cambio sería más radical pero menos definitivo. Supusimos un final más
doloroso y menos permanente. No escuchamos a Cioran cuando decía que lo que nos
hiere y transforma no son los grandes eventos sino esos pequeños actos que
forman parte de lo cotidiano.
Escuché algo que me gustó y con lo que me
sentí identificada: “a ti no te gustan las bromas porque son mentiras; eres
mala en ellas porque te riges por la verdad”. Es cierto, siempre he sido mala
con las bromas y generalmente las personas terminan diciéndome: “no te lo tomes
tan en serio, era broma”, pero siempre me ha costado mucho trabajo entender e
interpretarlas; para mí las palabras están muy cerca de lo sacro, y jugar con
ellas es algo con lo que suelo tener muchísimo cuidado, por eso es difícil comprender
la forma en que otros lo hacen. No los culpo ni creo que hagan mal, pero mi
realidad se mueve de manera completamente diferente.
Hace un par de meses salí con alguien de quien estuve cerca de enamorarme;
irónicamente lo que me gustaba, sin saberlo, era la facilidad que tenía para
mentir, lo hacía con la convicción de quien se entrega a un juicio sin temor.
No es que fueran mentiras graves, en realidad todo para él formaba parte de un
juego, pero ya he dicho que soy mala en ello, y ¿qué no es la mentira una broma
del intelecto hacia el mundo?, porque para saber mentir bien también es
necesario hacer uso de la inteligencia, de lo contrario el juego pierde valor.
Me encanta reír, y rara vez lo consigo, no pretendo hacerme la interesante con
tal afirmación, al contrario, me siento mal de no poder hacerlo con la
frecuencia que otras personas. También me encanta jugar, pero no ser el
instrumento, eso, me temo, termina siendo una terrible broma para cualquiera.
Con frecuencia abro mi Facebook y me encuentro con esa bonita selección "Un día como hoy", que aloja todo tipo de recuerdos e interacciones, que de manera in(?)voluntaria mi cerebro ha desechado para dejar espacio a nuevas vivencias. Y es que pareciera que en la actualidad se nos impone incluso qué olvidar y qué no. No sé exactamente qué postura tengo ante esta situación, aún no lo sé, porque tanto me seduce la idea preservar la memoria "a mi manera", como bien diría cierto personaje de Lost highway, como los encuentros con pequeñas joyas como la que les comparto a continuación; se trata de una de mis canciones francesas favoritas, traducidas por un amigo que tuve hace años llamado David, a quien no veo hace años. En realidad nunca fuimos grandes amigos, pero compartíamos gustos musicales y allá por 2010 yo aún no estudiaba francés y él sí, por lo que, leyendo alguna mala traducción de otra canción en este blog, decidió regalarme su propia versión de La Palmeraie, de Benjamin Biolay:
El
Palmar
Si
tengo suerte, usted estará de acuerdo
Un último baile del recuerdo del pasado
Un último abrazo en la obscuridad por la eternidad
Si tengo suerte, veré el verano
En una casa blanca, contaré los veleros
Contaré los días en las páginas arrugadas de un calendario
Las rosas se han marchitado, las promesas olvidadas
Ningún invierno es verano en el palmar
Si tengo suerte, veré el cielo
Y sobre la hierba blanca, las nubes de golondrinas
Veré las murallas de la gran ciudad de la eternidad
Si tengo suerte, yo encontraré
Pienso en todos los que me han separado
Ahogaré/disimularé/sofocaré mi queja y el nudo en la garganta, los abrazará
Las rosas se han marchitado, las promesas olvidadas
Ningún invierno es verano en el palmar
El tiempo pasa rápido cuando te mantienes ocupado. Esta es
la primera entrada de 2017 y ya estamos en la segunda quincena de enero, pero
no me arrepiento, la verdad, me he dedicado a hacer cosas que me apasionan y
regresé a la vida como fénix tras un atropellado 2016.
Tenía más de tres años que no tomaba vacaciones, así que a la primera
oportunidad me compré un boleto a Oaxaca y me fui a conocer lugares nuevos,
especialmente aquellos que están dentro de mí. Cuando pienso en viajes no puedo
evitar recordar mis clases de literatura de la Facultad y asociarlos con Jorge
Semprún, Schlegel, y muchísimos otros,
incluso con Bolaño, de quien realicé mi tesis de licenciatura. Sus personajes,
de una u otra forme emprenden viajes transformativos y el destino es sólo un
pretexto para hablar de cosas más grandes que viven generalmente escondidas
dentro de nosotros y que, erróneamente solemos denominar como monstruos o
demonios. Creo que no todos estamos hechos para viajar solos, y no tiene nada
de malo, pero a mí me sirvió mucho para barrer un poco del polvo que se había
acumulado en diferentes partes de mi cuerpo. A veces, una idea recurrente puede
generar telerañas en la cabeza a base de sólo utilizar cierta parte de la imaginación
y olvidar que hay otras funciones en esa maquinaria maravillosa; el corazón se
fatiga de latir al mismo ritmo y no le damos permiso de estirarse para florecer
en otras direcciones; el estómago se llena de piedras y los intestinos se
enredan.
Oaxaca se convirtió en mi amante pasajera y se abrió a mí completamente,
dispuesta a enamorarme y a dejarse enamorar por mí; recorrí sus calles de noche
y bebí de sus bares; me dejé acariciar por sus montañas y dejé al viento
besarme las mejillas; sus aguas limpiaron mis heridas y su comida desenredó mis
entrañas. Estoy segura de que volveré y nos reconoceremos como se reconocen
para siempre los verdaderos amantes.