19 enero 2017

Viajar

El tiempo pasa rápido cuando te mantienes ocupado. Esta es la primera entrada de 2017 y ya estamos en la segunda quincena de enero, pero no me arrepiento, la verdad, me he dedicado a hacer cosas que me apasionan y regresé a la vida como fénix tras un atropellado 2016.


Tenía más de tres años que no tomaba vacaciones, así que a la primera oportunidad me compré un boleto a Oaxaca y me fui a conocer lugares nuevos, especialmente aquellos que están dentro de mí. Cuando pienso en viajes no puedo evitar recordar mis clases de literatura de la Facultad y asociarlos con Jorge Semprún,  Schlegel, y muchísimos otros, incluso con Bolaño, de quien realicé mi tesis de licenciatura. Sus personajes, de una u otra forme emprenden viajes transformativos y el destino es sólo un pretexto para hablar de cosas más grandes que viven generalmente escondidas dentro de nosotros y que, erróneamente solemos denominar como monstruos o demonios. Creo que no todos estamos hechos para viajar solos, y no tiene nada de malo, pero a mí me sirvió mucho para barrer un poco del polvo que se había acumulado en diferentes partes de mi cuerpo. A veces, una idea recurrente puede generar telerañas en la cabeza a base de sólo utilizar cierta parte de la imaginación y olvidar que hay otras funciones en esa maquinaria maravillosa; el corazón se fatiga de latir al mismo ritmo y no le damos permiso de estirarse para florecer en otras direcciones; el estómago se llena de piedras y los intestinos se enredan.
Oaxaca se convirtió en mi amante pasajera y se abrió a mí completamente, dispuesta a enamorarme y a dejarse enamorar por mí; recorrí sus calles de noche y bebí de sus bares; me dejé acariciar por sus montañas y dejé al viento besarme las mejillas; sus aguas limpiaron mis heridas y su comida desenredó mis entrañas. Estoy segura de que volveré y nos reconoceremos como se reconocen para siempre los verdaderos amantes.

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