Nos miramos fijamente a través de los
vasos y decidimos no pronunciar palabras, o al menos ese había sido el plan.
Antes de entrar quisimos jugar al silencio; a comunicarnos guiados por la azarosa cadencia. El bar estaba tibio y la música inundaba el lugar; su arrullo era
una forma de matarnos despacio.
Luego las bocas juguetearon a la
serpiente voraz. Nos rasgamos el cuerpo con los ojos llenos de sangre, las venas
dilatadas y la imaginación turbia.
Cuando salimos de ahí parecía un buen día para cometer un error.
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