He pensando, con más frecuencia de la que
me incomoda admitir, sobre los radicales cambios en la información compartida
en internet. Lo hago incluso ahora mientras tecleo esta entrada en mi blog que
probablemente es leído por una o dos personas.
Y lo digo porque cuando tenía cerca de
quince o dieciséis años, el internet era infinito y la posibilidad del
anonimato era algo increíble. Probablemente una de las cosas que hacía a la red
un producto seductor era esa aparente libertad absoluta y la entrada a un
submundo completamente a tu disposición.
Extraño esa idea. Más ahora que releo
viejos blogs de conocidos y me encuentro con la persona que yo era al haber
leído esas entradas por primera vez. Me hace sentir que un ente extraño se ha
robado una parte de esa que era yo.
Atribuyo buena parte del declive, si no
es que la totalidad, de los blogueros a dicha situación; especialmente ahora
que existe el Facebook, ante el cual siempre podemos encontrar argumentos: “el
FB no es malo en sí, sino la forma en que lo uses”, “puedes no tener FB”, “puedes
decidir no compartir nada personal”, entre otros, todos ellos válidos, y me
imagino que cada persona elige de acuerdo a conveniencia. Pero también es real
el desinterés que existe, de manera generalizada, por sentarse a navegar
libremente sin encontrarse con estos nuevos botones para ligar tu búsqueda a
las cuentas de tus redes sociales, o incluso sitios que te exigen acceder
mediante las mismas, y con ello aceptamos desnudarnos frente al otro sin
haberlo pactado previamente.
Este blog es prueba de dicha situación y
yo amaba sentarme a conocer a otras personas a través de sus textos. Y en
realidad sólo quería manifestar lo mucho que extraño a todas esas personas y a
su estilo único, a los géneros que reinventaban sin darse cuenta, mediante
pequeñas anécdotas o confesiones.
Si aún siguen por aquí, yo sigo aquí.
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