03 febrero 2016

De polvo y ceniza

La última vez que nos vimos pareció en realidad ser la primera.
Hacía tiempo que su presencia me inquietaba y que mis nervios se veían alterados ante la pura idea de un encuentro.
Cómo no hacerlo cuando parte de ti mismo parece pertenecerle a ambos en una especie de recuerdo compartido, me preguntaba y me mordía los labios hasta hacerles daño, porque hacer daño es también una forma de querer despertar. Sus ojos siempre han sido penetrantes y su voz resuena en mi pecho como una plegaria interna que no se deja acallar ante la razón. Hablamos en la oscuridad hasta llegar al fondo con vértigo y náusea, a veces sus manos temblaron y los ojos se volvieron hacia todos lados en busca de una salida.
Apretó mi mano y me pidió que me quedara.
¿Quiénes somos?, habían pasado diez años para encontrarnos de frente, nos convertimos en viejos extraños, y nuestro pecho tembló más de frío que de incertidumbre. Muchas veces intenté no mirar atrás y clausurar el pasado, mi propio pasado sin pensar en que me traicionaba a mí misma, todas esas ocasiones sin éxito. El mayor logro que obtuve fue un pasado en el que los nombres, los ojos, y las palabras, se mezclaran en un amasijo digno de los autorretratos de Francis Bacon.
Recuerdo tu sonrisa franca y tus manos de niño, recuerdo también el sonido de tu cuerpo al dejarte caer sobre el mío, y tu risa; mezcla de contención y dulce efervescencia. Al terminar la noche, supe que estabas hecho de polvo y ceniza; de cielo claro y de neblina; de espuma y salitre que acaricia y se queda adherido en la superficie. Pero aún no sé de qué estoy hecha yo misma.

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