Instantes del horror [1]: El inocente

30 marzo 2014


Doy por inaugurada, oficialmente, esta nueva sección que es en realidad un ejercicio del puente que crea la ficción con respecto a la imagen, esta segunda, cabe mencionar, no es elegida por mí, yo sólo me encargo de la parte escrita. Lleva por nombre Instantes del horror. A ver qué tal.

El inocente

–¿Qué vamos a hacer con él? –preguntaba una voz áspera, al tiempo que escupía sobre la ventana del auto que corría atora velocidad sobre Insurgentes.

–Nosotros, nada. A mí sólo me dijeron que lo trasladáramos hasta ese pinche lugar. Alguien nos tiene que encontrar y pasarnos el dinero –respondió otra voz chillona que venía del lado de copiloto.

Mientras tanto, en el asiento trasero, se encontraba Pablo, un físico culturista que entre cada semáforo intentaba despertar del todo, con dificultad. No sentía miedo, porque apenas era consciente de sí mismo. Lo último que recordaba es estar en el baño del estudio de aquél fotógrafo encargado de la portada de la nueva revista en donde él era la estrella. Recordaba, casi a la velocidad con la que el auto se deslizaba sobre la avenida, a instantes y como si se tratara de una fotografía barrida, estar acomodándose el traje para la siguiente sesión fotográfica que consistía en una trusa negra y una capa de súper héroe.



El gimnasio se encontraba lejos del centro de la ciudad, era amplio y silencioso, pues las casas alrededor mantenían amplia distancia entre sí. La corrupción siempre valora la intimidad. Francisco y Moises se habían conocido durante la preparatoria y pronto descubrieron un oscuro placer compartido, que se fue haciendo cada vez más complejo. Al principio les gustaba simplemente observar a los hombres de Zona rosa bailar en cualquiera de los antros que por ahí abundan. Y era terrible que con el tiempo no pudieran saciar su gozo, no se bastaban entre sí.

El auto se detuvo enfrente del edificio y Pablo, quien en todo momento tuvo los ojos vendados, escuchó el hacer intercambio de dinero con rapidez. Y no le disgustó sentirse como un pedazo de carne que pasa de un lado a otro en medio de la noche silenciosa.
Tenía frío y su cuerpo pegajoso, aún untado con aceite para las fotografías que no le llegaron a tomar, se contraía entre breves espasmos.
Una voz lo condujo a través de largos pasillos hasta que lo dejaron de pie, bajo la amenaza.

– Si, intentas escapar o das un movimiento que nos ponga nerviosos, esta amiga se activa. Y en realidad no es necesario, sólo queremos mirarte un rato –dijo otra voz, mientras escuchaba el ruido del gatillo.

A Pablo le sorprendió lo reconfortante de aquella voz. Le extrañaba la familiaridad y calidez que sentía de estar desnudo frente a dos desconocidos. Quizá, pensó, esta experiencia le estaba revelando un lado suyo que jamás había explorado. Así que se dejó ir. No abrió la boca ni una sola vez y obedeció a las extrañas solicitudes de sus captores.

–Enséñame los pies…déjame tocarlos… – y una lengua caliente le recorrió los dedos de los pies.

Pablo jamás había experimentado tanto placer. De pronto su cuerpo le pareció un absurdo instrumento. Lo imperativo de los requerimientos lo hicieron pensar en el tiempo que había desperdiciado en cogidas fáciles, en noches enteras frente a la computadora intentando encontrar un sitio porno a la altura de sus necesidades. Sin éxito.

– Quiero verte bailar... –insistía la voz a su espalda. Y Pablo obedecía, frotándose los muslos húmedos y pegajosos, pues su cuerpo entero chorreaba saldas gotas. Lo disfrutaba y no podía evitar sentir como su miembro se erguía, duro y poderoso mientras una segunda persona lo tomaba del brazo. Pablo tomó una bocanada de aire antes del disparo le cerrara los ojos de manera definitiva.

A veces el crimen sólo necesita un fotógrafo avaro para entregar a un inocente. Que al inocente le gustara, fue un plus.



De la escritura

18 marzo 2014



Cuando pienso en literatura, es decir, en hacerla, no puedo dejar de lado la idea de la sangre. Un idea obsesiva que no puedo sacarme de la cabeza. Es una idea virulenta que se relaciona con la forma en la que el lenguaje nos puede violentar de las maneras más inimaginables.
De cierto modo, escribir un cuento, un poema, un ensayo, etc., es desangrarse ante la mirada minuciosa de quien lee. Te deja a merced de quien te atiende y de quien te ignora. Es un suicidio elidido por la aparente inocencia de un montón de signos desperdigados.

 
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